A un bedel que conozco, hombre de exigua cultura y nulos saberes de Economía, le oigo hablar de la “prima de riesgo” con una soltura que para sí quisiera más de un licenciado en Económicas. Baraja cifras y formula apocalípticos augurios en el caso de que aquella llegara a superar la frontera de los… tropecientos puntos.
En rigor, no sabe de lo que está hablando, pero reproduce el discurso que parece haberse adueñado de plumas y micrófonos y que machaconamente se nos repite para que prenda en la calle. No se hace ya hincapié en que tenemos las cifras de paro más catastróficas de toda la Unión Europea, ni en el desmesurado número de pequeñas y medianas empresas que se hunden tragadas por la quiebra, ni en la intolerable riada de desahucios que vienen ejecutándose; ahora, cuando se quiere alertar de la grave situación económica que atraviesa el país, se recurre a la calificación que de nuestra “prima de riesgo” airean las agencias de rating.
Pocos se preguntan quiénes son esas agencias y de dónde provienen la autoridad y confianza que parece otorgarles la plutocracia de magnates y especuladores que se esconde tras los mercados y los paniaguados de los medios a su servicio. Seguramente, la inmensa mayoría de los voceros que nos adoctrinan conocen el descrédito que padecen las susodichas agencias desde que la totalidad de ellas se mostrara incapaz de predecir la crisis económica desatada en 2008; alguna de las cuales siguió puntuando favorablemente a empresas como Lehman Brothets hasta casi el mismo momento de su derrumbamiento. Los voceros lo saben, pero se lo callan. Y lo ocultan porque, además de que juegan a favor de los plutócratas, se pretende evitar que haya un discurso alternativo al propuesto por el Poder.
Los mandamases de esta “Democracia de Ladrones” en que nos han instalado saben de sobra que imponer su lenguaje equivale a dominar la realidad, a determinarla conforme a sus conveniencias e intereses. De ahí la importancia que, para ganar su guerra, tiene el hacer hablar con su propio discurso al adversario.
En política, la elección de las palabras nunca es inocente, ya que son ellas quienes permiten pasar de contrabando las ideas que subrepticiamente tratan de inculcarse a los súbditos. Por este mecanismo, el lenguaje del Poder continúa calando y seduciendo profundamente entre la ciudadanía, que hace suyo un discurso que ni le pertenece ni le conviene, que le trastoca y escamotea la realidad y trata de ocultarle la verdad de los hechos. De este modo, sin darnos cuenta, como el bedel al que me refería, nos encontramos con que no hablamos, sino que “somos hablados” por las palabras que el Poder pone en nuestra boca. Sin pretenderlo, nos encontramos jugando el papel de difusores que transmiten, propagan y expanden las palabras, las frases, el discurso, la visión de la realidad que desea el enemigo. Y es en ese momento cuando hemos comenzado, de manera irreversible, a perder la guerra.
Por ahí debería comenzar nuestra resistencia, nuestra insumisión, nuestra rebeldía: por no dejarnos seducir por el discurso del Poder, por pensar y reflexionar sobre lo que se nos da por evidente, por negar la intangibilidad del modelo económico que subyace tras él. Hemos de tener una vigilancia permanente sobre las palabras que los medios de adoctrinamiento nos cuelan como consignas para maniatar con ellas nuestros juicios y razonamientos. Somos hablados por frases que me enferman, como una que, por su veneno, deberíamos erradicar fulminantemente de nuestro léxico: “Deuda soberana”.
Ahora resulta que, a los dos siglos de promulgarse la Constitución de Cádiz –la Carta Magna que, por vez primera, hacía recaer la Soberanía en la Nación, en el pueblo, en el “Pueblo soberano”, arrebatándosela al rey y a los señores feudales–, los manipuladores del lenguaje, los ladrones que nos roban legalmente a diario, la germanía que nos conduce al matadero, ponen la soberanía en la Deuda para que todos le guardemos el obligado acatamiento. La Deuda con mayúsculas, considerada como obligación suprema, como suprema autoridad a la que hay que obedecer antes que nada y por encima de todo. Y por si quedara un resquicio de ilegalidad en tamaña injusticia, ya se encargó Zapatero, con el beneplácito de su álter ego Rajoy, de modificar alevosamente el texto de la actual Constitución para que el pago de la deuda tuviese no máxima, sino absoluta prioridad.
No caigamos en la trampa. Ninguna deuda es “soberana”, máxime cuando se la quiere hacer pagar a los que no se han lucrado con ella. Como tampoco, tras el concepto “prima de riesgo”, hay más que un indicador diferencial de la deuda –que en los países de la Unión Europea se calcula respecto de Alemania–, manipulado a conveniencia por las agencias de calificación de riesgo, que se erigen en jueces y partes, en chantajistas y penalizadores, pirateando en beneficio de su bolsillo y del de los mercados y en perjuicio de los países, conforme a las leyes implacables de la jungla de las finanzas.
Cuando se asocia el adjetivo “soberana” a “deuda”, los manipuladores del lenguaje están buscando activar con el conjunto de ambas palabras un significado latente, subliminal, que nos seduzca con su poder hipnótico y nos lleve inconscientemente a admitir la suprema obligación de atender su pago antes que cualquier otra exigencia. “Es nuestra y España debe cumplir”, afirman tanto los sinvergüenzas que nos gobiernan como los que nos gobernaban. Pero ni ellos ni los intoxicadores del lenguaje a su servicio mencionan que sólo el 16% de la deuda que padece nuestro país es pública, correspondiendo el 84% restante a entidades privadas. Dicho de otro modo: el principal deudor de España no es el Estado, ni siquiera esas familias a las que se ha acusado malévolamente de vivir “por encima de sus posibilidades”, pese a que sus ingresos y salarios no han hecho sino bajar durante décadas; los principales deudores del país son los banqueros. Es a la Banca a quien hay que rescatar para que pague a sus acreedores; es a los usureros, a los malversadores del dinero ajeno, a los especuladores financieros, a los que hay que “salvar” con el dinero de todos. Esa es la “deuda soberana” que tenemos que satisfacer. Los fondos que deberíamos destinar a cuestiones sociales, se lo lleva la Banca para que continúe haciendo de las suyas. Así de simple. Y yo me pregunto, ¿no es mejor expropiarla de una vez para formar una solvente y gran Banca pública y evitarnos así tener que ir en su rescate a cada ocasión que su aventurerismo irresponsable lo requiera?
Releo el párrafo anterior y compruebo, con horror, que también yo estoy contaminado: acabo de ser hablado por la palabra “rescate”, otro de los términos altamente ponzoñosos de la neolengua del Poder. En el lenguaje ordinario, la acción de rescatar significa, en su acepción más pertinente, liberar a alguien de la prisión, la servidumbre u otro estado de sujeción o miseria material o moral, mediante dinero u otro procedimiento. Sin embargo, en el argot financiero, “rescatar” un país significa que otros países o instituciones le concedan un crédito a pagar en determinado plazo a fin de que tape los “agujeros” que, por acumulación de déficit o deudas, pudieran conducirlo a la insolvencia.
Esta es una definición aparentemente “inocente”; pero la realidad que encubre es otra. Cuando se habla de rescatar un país, como ha pasado en Grecia, Irlanda o Portugal, lo que se trata de salvar es a los acreedores de las pérdidas milmillonarias del sector bancario nacional –y del lobby inmobiliario, como ocurre en España. Dicho de otro modo: el dinero del rescate se emplea en saldar la deuda que dichos sectores generaron, mientras que la nueva deuda que tal rescate origina con los “rescatadores” debe ser satisfecha por los ciudadanos en su conjunto.
En el fondo, el “rescate” no es más que una gran estafa, mediante la cual se convierte deuda privada –que han generado y de la que se han beneficiado los sectores más ricos– en deuda pública que pagarán con todas sus consecuencias –los rescatadores jamás intervienen gratis– el grueso de la población.
Como consecuencia de las condiciones –casi siempre, durísimas– que al país rescatado imponen sus rescatadores, “rescate” ha de traducirse por “secuestro”, ya que mientras que los que se endeudaron codiciosamente ven saneadas sus cuentas y los acreedores satisfechos sus cobros, el país en su conjunto no sólo se empobrece, sino que, en un alto porcentaje, resulta privado de su soberanía. Rescatando a su Banca, España es más rehén que antes, y son los filantrópicos rescatadores de la Unión Europea, bajo el ojo vigilante del FMI, sus secuestradores más implacables.
Insistamos. Si queremos recuperar nuestra libertad, empecemos por ahí: cuestionando el discurso del Poder y negándonos a utilizarlo; advirtiendo cómo las palabras contaminadas van por delante, como zapadores, preparando el campo, abriendo túneles y galerías a las injusticias que se imponen después. Ya lo hacían así nazis y fascistas, y ahora lo siguen practicando los muñidores del neoliberalismo. Es indispensable desenmascarar su discurso, combatirlo, negarlo. Eso no hay policía que pueda impedirlo ni leyes que lo prohíban. Y si llegaran a dictarse, tampoco hay que asustarse, pues ya en otros tiempos, que erróneamente creíamos superados, aprendimos a vivir entre las injustas leyes del franquismo, y a saltárnoslas a la torera cada vez que hizo falta. Y aquí seguimos: defendiendo que el único Soberano –con mayúscula– es el Pueblo y soñando con el día en que seamos capaces de darle la vuelta a este sinsentido; el día que consigamos poner la Economía al servicio de las personas y no al revés, como sucede ahora; el día de liberarnos de tanta injusticia, y de juzgar y hacer cumplir condena a todos los que nos expolian desde esta “Democracia de Ladrones”, incluidos los cómplices que se lo facilitan.
Si entonces no hay cárceles bastantes, se levantan.
«…Menuda astucia haberme adaptado a un lenguaje del que se imaginan que nunca podré servirme sin reconocerme de su tribu. Voy a arreglarles yo su algarabía, de la que nunca entendí nada, no más que de las historias que él acarrea, como perros muertos. Mi incapacidad de absorción, mi facultad de olvido fueron subestimadas por ellos.
(El Innombrable, Samuel Beckett)