Holguín, Cuba.-Como cualquier otro niño, cuando yo tenía siete años, mi mayor fortuna era la escuela, mi escuela. Aquella entrañable escuelita primaria, donde la maestra Norma encaminó mis primeras andanzas escolares, luego de que mi madre me enseñó a leer.
Recuerdo, como ahora mismo, mi camisita blanca, con el monograma bordado en forma de escudo, a la izquierda del pecho, y recuerdo hasta el pupitre, grande y gris, que me hizo «el viejo», a como pudo, pues dijeron que para mí no alcanzaban los pupitres propios de la escuela.
Mi aula era la del centro, de las tres que había. Allí descansaba también la campana de bronce, que a veces mi maestra Norma me dejaba tocar para avisar la salida. De mi aula de primaria recuerdo hasta el olor, y el entorno todo. Así de entrañable eran mi aula y mi escuela primaria.
Por esas razones quizás quedó tan grabado aquel día, cuando mi escuela se llenó de soldados vestidos de amarillo, cargados de armas y pertrechos de guerra, y recuerdo, claro que recuerdo, que mi maestra Norma nos agrupó muy rápido, como la gallina a sus pollitos, y ella misma nos llevó a todos, casa a casa de regreso, ese día que para mí fue triste porque no hubo clases.
Y no hubo clases al otro día, ni al otro, y ni el acto cívico ese viernes.
Era noviembre de 1958.
Mi escuela llena de cascos amarillos, de soldados, y de fusiles.
Claro que los recuerdo, y recuerdo más los tiroteos de aquellas noches. Tiros lanzados al aire por aquellos soldados «para asustar a los mau mau» si vienen, me dijo abuelita Carmita. Estaba bien claro que los verdaderos asustados eran ellos mismos.
Con el paso de los años, conocí que aquellos días y noches de soldados, uniformes y cascos amarillos, y de disparos, muchos disparos, enmarcaron las últimas elecciones realizadas en Cuba antes del triunfo de la Revolución.
No sabía yo entonces qué eran las elecciones, pero si supe, y para siempre, quienes fueron los soldados que llenaron mi escuela de uniformes y cascos amarillos, y que la llenaron también de odios y soberbias amenazantes, fusiles por medio, custodiando las urnas batistianas, donde a cambio de promesas miserables, y de limosnas bandoleras, irían cayendo los votos, para algún político de turno, a quien, «ni el pelo» le habían visto jamás por mi humilde barrio.
Los periodistas, estamos entrenados para contar historias, las historias de la vida, y las obras de los pueblos, y de su gente.
Y así contamos las historias de los demás, y de los demás pueblos, y sus vidas, y sus gentes. Pero rara vez, incluso hasta por mandato ético, contamos las historias en primera persona. Hoy, aunque lo parezca, no transgredo el enunciado. La historia base de este comentario no está contada en primera persona.
Con infinito respeto a la privilegiada posibilidad, cuento, la historia de miles de compatriotas de siete años en 1958, a quienes también le llenaron sus escuelitas primarias con cascos y uniformes amarillos, fusiles, odios, y soberbias.
Hace años, muchos años, que no veo mi vieja y entrañable escuela primaria, donde la maestra Norma encaminó mis andanzas escolares primeras. Pero la adivino allí, en el mismo lugar de siempre, casi en el centro de mi barrio, tan humilde como siempre fue.
Pero no hay que ser adivino, ni inventarse imágenes, para saber que este domingo mi escuela estará abierta desde el amanecer, y mis pequeños coterráneos llegarán a ella más temprano que siempre, con los zapaticos bien lustrados, el uniforme pulcro y brillante, y la pañoleta anudada al cuello.
Allí esperarán este domingo a cada uno de mis coterráneos, para ayudarlos, para guiarlos, para regalarles la más noble de sus sonrisas, y un inmenso agradecimiento, cuando sus manitas pequeñas de siete años, vayan a sus frentes infantiles, y tan solo con una palabra: ¡votó!, estén asegurando que nunca más mi entrañable escuela primaria, ni ninguna otra escuela en Cuba, será hoyada por soldados y cascos, uniformes amarillos , fusiles, odios, ni soberbias.
Deja una respuesta