
La palabra para él es sagrada y el oficio de escribir le ha dado las herramientas para construir su propia identidad como periodista. No le agrada que lo encasillen como historiador, porque su auténtica raíz proviene del oficio o profesión que asumió siendo adolescente.
Más allá de su memoria prodigiosa y de ese don suyo de contar historias, desenterradas muchas veces de siglos pasados, Ciro Bianchi Ross no sería ese cronista nato, desenfadado, espontáneo, si no compartiera en la calle con el desconocido que le brinda un trago de ron y le hace saber la singularidad de un hecho o de un lugar o con los adolescentes que detienen un juego de fútbol, lo nombran “maestro” y le hacen retroceder en el tiempo a una época que ellos no conocieron.
El intercambio con las personas le hace feliz. Ciro disfruta cada mañana de domingo cuando, en el portal de su casa, espera el periódico Juventud Rebelde —donde publica sus crónicas hace más de 10 años—; cuando responde cartas, atiende llamadas telefónicas que le reportan algo a su saber o detiene su paso porque algún compatriota reclama su atención. “Estoy en el deber de oír a todos”, dice.
Es un conversador por excelencia, y lo que cuenta resulta tan interesante y novedoso que logra el encanto de la escucha, aunque sean horas. El periodismo ha sido la vía y en la Historia ha encontrado —y muchas veces desentrañado— emociones, verdades ocultas y un anecdotario que cada vez lo acerca más al pueblo.
Habanero por cuarta generación, procede de una familia humilde (el padre trabajador de la construcción y la madre ama de casa) que leía el periódico todos los días y la revista Bohemia todas las semanas.
“En casa siempre había una reverencia hacia los grandes periodistas, Wangüemert, Vasconcelos, Quevedo, Mañach. Los tíos de mi padre eran muy conversadores, no hacían un cuento a secas, sino daban todos los detalles. Mi abuela me hablaba mucho de la caída de Machado, de la toma de posesión de Grau, de Estrada Palma. Desde el siglo XIX habían sido testigos de la vida de La Habana”.
Ciro tenía 17 años cuando por primera vez vio su nombre escrito en el periódico El Mundo, donde se había publicado un artículo suyo sobre un poeta y sacerdote bayamés llamado Tristán de Jesús Medina, “quien hizo unos sonetos de los mejores que se han escrito en Cuba y algunas novelas, entre ellas Ensayando su réquiem, la cual anticipa el modernismo en la prosa. Después de dos o tres trabajos, el director del periódico me pidió que colaborara, y que también pasara por la caja a cobrar, pues no lo había hecho”.
Con ese dinero, en una librería de la calle O’Reilly, el entonces bachiller compró los tomos que le faltaban de las Obras Completas de Martí y Hombradía de Antonio Maceo, y se fue para la casa con la caja de libros. Desde entonces asumió el oficio como si fuera el único, y no ha podido desprenderse de ese hábito casi enfermizo de escribir todos los días.
“Uno es esclavo del periodismo, a veces no tengo deseos de hacer el trabajo, busco pretextos, me demoro, pero al final lo realizo. ¡Es terrible! Escribir es muy difícil, pero muy gratificante a la vez, por la reacción de la gente. Lo mismo ocurre con el programa de televisión, que incluso se ve en Miami y en otros lugares de los Estados Unidos, pues una cadena de cables lo transmite por su costa este. Allá también me paran en la calle”.
Trabajó durante décadas en la revista Cuba. ¿Qué género periodístico prefiere?
“Hice muchos reportajes en el interior del país, en la Sierra Maestra, en el Escambray y, por supuesto, entrevistas. Empecé a publicar en El Mundo y un día me puse a pensar en quién me iba a leer entre todas aquellas celebridades que allí escribían, Carpentier, Chacón y Calvo, Samuel Feijóo, Raúl Aparicio, Loló de la Torriente. Entonces dije: si empiezo a hacer entrevistas la gente me va a leer por las personalidades. La oportunidad la tuve con Nicolás, Carpentier, Lezama, Cintio, Eliseo, Portocarrero”.
Usted afirmó: “Creo que empecé a encontrarme a partir de mi entrevista a René Portocarrero, en 1978”. ¿Por qué?
“Él casi no hablaba. El error fue querer hacer una entrevista de preguntas y respuestas a una persona así. Comprendí que uno puede concebir el trabajo de una manera, y después funcionar de otra. Cuatro años después, por otro encargo periodístico, lo fui a ver, y ese trabajo sí me gustó porque lo nutrí de lo que había escrito el propio Portocarrero (ya con dos libros publicados), de lo que me dijo Milián, Lezama, Mariano. Fui mezclando todo eso”.
¿Por qué encuentra apasionante la Historia?
“Es importante preservar la memoria, rescatar lo que puede perderse. Por ejemplo, la lucha insurreccional contra Batista tiene héroes que pueden ser paradigmáticos para la juventud cubana. Leí sobre Oscar Lucero, un hombre que estuvo sometido a torturas terribles en el Buró de Investigaciones, se le conoce como el héroe del silencio, porque no habló a pesar de todo. Igual sucede con Lidia y Clodomira. Muchas veces no somos capaces de motivar a los jóvenes con esas historias”.
¿Qué tema ha pensado y aún no ha escrito?
“A veces la gente me dice por qué usted no escribe sobre tal cosa. ¡El tema es perfecto!, pero no tengo la información en casa y salir a buscarla en las bibliotecas ya me resulta engorroso. He escrito sobre todas las cuestiones que he querido, el teatro Shanghai lo tenía marcado, igual que La Habana de los años 50, eso me interesa mucho. También los lectores colaboran y me envían información”.
Tiene más de 15 libros publicados, ¿cuál de ellos distingue?
“Me gusta mucho un libro de entrevistas que se llama Oficio de intruso, por el estilo, por la forma, por los personajes. Ahí hay un trabajo con Korda, que se ha publicado mucho. En Las palabras de otro, reuní a Augier, Nicolás, Pita Rodríguez, Loló de la Torriente. También hice con mucha coherencia Voces de América Latina, en él quería recoger a grandes escritores latinoamericanos. Ahí están Otero Silva, Benedetti, Lezama, José Agustín, Cortázar, a quien entrevisté una tarde en el hotel Riviera sin tomar notas. Luego le pregunté: ¿cree que pueda publicar esto?, y me respondió: ‘¿Se acordará de lo que hablamos?’ A García Márquez lo entrevisté después, en un desfile de modas en un baño de La Maison. ¡No se ría, no es mentira!
“También estimo uno publicado en Matanzas, con una tirada pequeña, que se llama Vida de café, son las crónicas más costumbristas, los prostíbulos, los cines, la bodega, los velorios. Y el libro de más éxito económico ha sido Contar a Cuba, que sigue dejando un dinero fabuloso”.
Ahora se habla de la muerte del periodismo impreso y el auge de los espacios digitales. ¿Qué opinión le merece este asunto?
“A la larga ese es el destino. Será una gran pérdida, a mí me gusta el olor de la tinta, la textura del papel. Yo empecé un blog, pero no lo he seguido. Un día le puse un contador y me quedé asombrado de la cantidad de gente y de comentarios que entraban. En la actualidad leo Juventud Rebelde en formato digital, excepto el domingo, que lo compro y recorto mis trabajos para guardarlos. Sin duda, soy un hombre de la cultura del papel”.
Como lector, ¿qué prefiere?
“El buen periodismo, los trabajos de Enrique de la Osa, del cual fui amigo; a Carlos María Gutiérrez, sobre todo un texto que se llama Reportaje a Perón, una entrevista fascinante. Además, los reportajes de Miguel Bonasso; el mexicano Luis Suárez y Elena Poniatowska. Uno supera etapas y busca otros paradigmas”.
Fue amigo de Lezama, ¿qué le atrapó de su personalidad?
“Cuando tenía 12 años lo leí por primera vez, y se me quedó grabado. Era un ensayo sobre el papel de la radio y la televisión en la cultura. Más tarde me dediqué a leerlo en una antología de Cintio y en otras. Después, me paraba en la esquina de su casa para ver si lo veía, hasta que un día lo hallé en la UNEAC. Para mí era un Dios.
“En 1968 hablé con él por primera vez, me lo presentó María Luisa, su esposa, a quien yo conocía; y en 1969, al conmemorarse el aniversario 30 de la visita de Juan Ramón Jiménez a Cuba, le pedí una entrevista. Luego le hice otra, a propósito de sus 60 años.
“Yo iba a su casa una o dos veces a la semana, pues él me lo pedía. Lezama era un hombre muy ingenioso, simpático, con gran sentido de lo cubano. Además de ser el gran escritor, acogía a la gente. Me prestaba los libros, pero no le gustaba hacerlo. Un día le dije: estoy copiando todas las citas que usted subraya; se puso bravo y me dijo: ‘No haga eso, búsquese sus propias frases’”.
Cuando pasen muchos años y otros cronistas hablen de usted, ¿cómo le gustaría que lo recordaran?
“Quizás les suceda lo que me pasó a mí al leer a otros. Tenemos el mismo defecto, creemos que lo sabemos todo. Mas no hemos vivido, ni visto, ni nos han contado todo lo que nos tienen que contar. Me agradaría que ese cronista dijera: ‘Fue alguien que le gustó hacer bien su trabajo’”.
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