Crónica Popular.
Marcos Roitman Rosenmann || Politólogo y Sociólogo.
La muerte de un genocida y dictador, el argentino, Jorge Rafael Videla y el enjuiciamiento fallido de otro, el guatemalteco Efraín Ríos Montt nos retrotraen a una de las etapas más negras de la historia reciente de América latina. No es casual que ambos militares sean venerados por los mismos que hoy callan sus destinos. El primero, Videla, no se ruborizó al señalar que el asesinato de miles de ciudadanos argentinos, a manos de los servicios de inteligencia y las fuerzas armadas, fue cuestión de “salubridad pública”. Pero, al decirlo, quiso dejar claro que no lo hizo solo, que fue arengado por las organizaciones empresariales y dirigentes políticos a realizar tal limpia.
“Las listas de subversivos fueron integrados por ‘líderes sociales’, cuyos nombres fueron aportados…, también por empresarios y ejecutivos, sindicalistas, funcionarios nacionales y provinciales, profesores y dirigentes políticos y estudiantiles”. En sus horas bajas, ya en la cárcel, se quejaba amargamente de la soledad del “justiciero”: “los empresarios se lavaron las manos. Nos dijeron: ‘hagan lo que tengan que hacer’ y luego nos dieron con todo. Cuantas veces me dijeron: ‘se quedaron cortos, tenían que haber matado a mil, a diez mil más”.
En Argentina, la memoria histórica ha sido recuperada en parte. Torturadores, represores y militares de alta graduación, incluidos los miembros de la junta Militar, Orlando Agosti y Emilio Massera, junto a Viola o Lambruschini, han pasado por los tribunales. Juzgados y condenados se han convertido en el punto de encuentro para expiar culpas y exonerar de responsabilidades a los conspiradores civiles, cómplices necesarios de la barbarie, entre otros la iglesia católica, cuyos sacerdotes actuaban en la sesiones de tortura buscando confesiones. Todo se tapó bajo la aplicación de las ordenanzas militares comprendidas en el apartado “Obediencia Debida” que en 1987 dejó libre de polvo y paja a los oficiales de baja graduación implicados en la violación y crímenes de lesa humanidad.
Pero no todo fue coser y cantar. En 1998, el parlamento derogó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, abriendo nuevos juicios, sobre todo por secuestro de niños y desaparecidos, sentando, nuevamente, a los dictadores en el banquillo. Para dar carpetazo definitivo, el presidente peronista, elegido en 1989, Carlos Menem por convencimiento, decidió dar marcha atrás y dejar sin efecto las condenas a los dictadores. Entre presiones y pugnas, se siguió buscando justicia para apagar el dolor de las víctimas y la sociedad argentina. La tensión duró años. En marzo de 2001, la justicia declara inconstitucionales las mismas leyes de Punto Final y Obediencia Debida, dos años más tarde, en 2003, el parlamento hará lo mismo, en 2004, el nuevo presidente, Néstor Kichner, pedirá perdón en nombre del Estado por las atrocidades cometidas en tiempos de la dictadura y el colofón, en 2005, la Corte Suprema de Justicia declara la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Aún así, muchos de los responsables caminan por las calles de las ciudades y pueblos argentinos sabiendo que gozan de cierta impunidad inestable, gracias al silencio de una parte de la sociedad que los mira con simpatía y reconoce en privado.
En Guatemala, la realidad ni se asoma a lo descrito para el caso argentino. Si algo caracteriza a dicho país en su andadura post-dictatorial, es una impunidad y una amnesia total frente a los crímenes de lesa humanidad y el genocidio perpetrado durante décadas contra la población campesina y maya, principalmente. En este caso, estamos en presencia de uno de los casos más descarnados de desamparo de las víctimas.
Efraín Ríos Montt, no fue el primero ni fue el último en cometer genocidio en el país centroamericano. A partir del triunfo de los sandinistas en Nicaragua, en 1979, y con el sobrevenido triunfo de Ronald Reagan en Estados Unidos, se impulsaron las políticas de tierra arrasada y guerras de baja intensidad. Uno de los trabajos más descarnados y que sin duda constituye el mejor testimonio vivo de la masacre, El genocidio en Guatemala a la luz de la sociología militar, escrito por el Coronel español Prudencio Garcia. Jefe de la misión militar de la división de derechos humanos de la ONU para El Salvador y consultor de organismos de derechos humanos en Guatemala, relata: “otra terrible manera de matar constatada por el informe de la ONU y del arzobispado de Guatemala, fue el empalamiento…La introducción, por el ano o la vagina, de una estaca afilada por un extremo, forzándola a penetrar a través del intestino, estómago y órganos superiores, a veces hasta asomar la punta por la espalda o por el hombro…Esta práctica, en los múltiples testimonios registrados, es descrita por los declarantes como ‘las sentaron’ o ‘las sembraron’.” El relato de un militar que participó en dichos empalamientos es aterrador: “cuando los sentaban en las estacas la gente gritaba, y al poco tiempo ya no se oía, ahí se quedaban sentados. Eso era por parte del grupo de matadores a los que vií Fueron a esas cuatro personas y cinco mujeres también, de las que hicieron uso los oficiales y las mataron sobre estacas (…) Yo estoy tranquilo al morir de un balazo, ya que de una vez se muere, pero sentarlo a uno en una estaca que llega hasta el estómago y le salga a uno, imagínese que gritos (…) yo me sentía mal, pero qué podía hacer (…) Como uno recibía órdenes…”
Asimismo fueron miles las personas que sufrieron la saña de militares y fuerzas paramilitares. Les cortaban las orejas, quitaban los dientes, mutilaban con una crueldad enfermiza y luego, podían darse el lujo de jugar al futbol con las cabezas arrancadas de los niños y las mujeres, obligando a los sobrevivientes a ver el partido. Guatemala es un caso de extrema violencia y de uno de los genocidios más terribles cometidos en el siglo XX por un Estado y sus fuerzas armadas. Romeo Lucas García y Oscar Mejía Victores, también dictadores y militares, son responsables. Y los civiles que han callado y vendido su dignidad y honra en pro de un pacto de no tocar a los responsables. Guatemala es un país donde las fuerzas armadas siguen intactas, nadie a sido tocado, removido, acusado o condenado por crímenes de lesa humanidad. Al dejar sin efecto la condena de 80 años, por genocidio a Efraín Ríos Montt, el poder político y las fuerzas armadas guatemaltecas mandan un mensaje a la ciudadanía guatemalteca y la comunidad internacional: que nadie se llame a engaño, acá seguimos mandando nosotros, no se equivoquen. En eso se parece a otros países Chile, Paraguay, y Honduras. Hay que seguir perseverando.
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