Hacia el año 1940 las fuerzas nazis invadieron Noruega. Allí quedaron estacionadas hasta el final de la guerra, en 1945. Durante ese período, más que en ningún otro país de Europa, llevaron adelante el Proyecto “Fuente de vida”, consistente en hacer embarazar numerosas mujeres noruegas por soldados alemanes. La idea que alentaba tamaña iniciativa era “que ningún niño ario quedase sin nacer”. Es decir: promover una política natalicia que propiciara la expansión de la “raza superior”, en el entendido que los noruegos eran lo más cercano a los arios que podía encontrarse en el continente europeo.
En Noruega, más que en ningún otro país ocupado por los nazis, los soldados alemanes se reprodujeron con mujeres locales. En otros lados esto estaba terminantemente prohibido, pues se consideraba a los ocupados como “raza inferior”. Con los noruegos era distinto. El Führer admiraba grandemente la “sangre vikinga”, considerando al pueblo nórdico como “arios puros”, por tanto: raza superior, cercana a la alemana. Los Hogares “Fuente de vida” proporcionaban cuidados diversos a los niños nacidos de estas uniones. Al menos se contaban 15 instalaciones en territorio nórdico, que albergaban a 8.000 niños productos de estas uniones pretendidamente eugenésicas.
Terminada la guerra y derrotada la maquinaria militar alemana, vino la venganza de los noruegos. Las mujeres que habían dado a luz a estos niños pasaron a ser una vergüenza nacional: “las putas de los nazis”. Fueron vilipendiadas, ultrajadas, excluidas. Las criaturas nacidas de esas uniones corrieron igual o peor suerte. La gran mayoría terminó en orfanatos (ninguna familia noruega los quería tomar en adopción). Muchos fueron a parar a hospitales psiquiátricos, bajo el supuesto que sus madres “debían haber estado locas para engendrar con un alemán”.
Hans Stück Petersen fue uno de ellos.
Su padre, el soldado raso Franz Stück –un alegre y bonachón muchachote de Munich que ni siquiera sabía qué significaba nacional-socialismo, y que sólo intuía que si Alemania triunfaba en la guerra a él le iba a ir bien económicamente, al menos según lo que le habían dicho– dejó Noruega a poco tiempo de embarazar a Astrid, una robusta campesina de 1.80 metros de alto, rubia como el sol y de enormes ojazos azules. Hans nunca supo nada del hijo que engendró. Ni le preocupó mucho tampoco. De regreso en su Baviera natal trató de olvidar el ominoso pasado como soldado de una fuerza de ocupación. Se casó con una alemana humilde hija de un albañil –Gundula– con la que tuvo cuatro hijos, y de ahí en más trabajó toda su vida en una fábrica de cemento como operario. Del hijo noruego ni siquiera el recuerdo le quedó.
La madre de Hans, Astrid Petersen, fue separada del niño poco tiempo después del nacimiento. Sin tener muy claro por qué, fundamentalmente influida por la propaganda nazi durante el tiempo de la ocupación de Noruega, se convenció que, sin dudas, la “raza aria” era superior. Juntarse con un alemán de pura estirpe –Franz lo era, con su metro noventa de altura, su cabello más rubio aún que el de ella y sus ojos más azules que el mar– ayudaría a procrear esa especie de super hombres que se buscaba. “Eso”, pensaba la pobre Astrid, “al final es bueno para todos. Mejor que queden los superiores, que los inferiores vayan desapareciendo”. Había llegado a tener la certeza que su hijo era una aporte en lo que ella entendía como una “causa universal”, el “mejoramiento de la Humanidad”.
Hans fue tomado por uno de los hogares “Fuente de vida”. Pero al terminar la guerra desapareció el proyecto que lo albergaba. Por tanto, igual que muchos “futuros super-hombres” según los ideólogos nazis –que, en realidad, nunca llegaron a serlo– quedó abandonado, librado a su suerte. En un primer momento el gobierno noruego consideró la posibilidad de enviar a estos “niños vergonzantes” a Alemania, pero a instancias de la negativa de los triunfadores en la contienda, los Aliados, el proyecto se desechó. Por tanto, con apenas tres años Hans fue a parar a un orfelinato. Allí transcurrió varios años, sin ningún calor humano, criado como solitario animalito al que sólo se le suministraban los cuidados básicos. De ese modo fue perdiendo el idioma alemán, pasando a un noruego muy primario.
Cuando tenía nueve años, un vez más las autoridades noruegas intentaron deshacerse de esta “lacra nacional”. De ahí que concibieron la idea de juntar a los niños nacidos de soldados alemanes con sus respectivas madres –trabajo complicadísimo, pero que estimaron valía la pena– para enviarlos, madres e hijos, a Australia en calidad de deportados. Finalmente, ese proyecto tampoco prosperó.
Hans siguió creciendo, con una confusa idea de la vida, de su identidad, de sus padres. Lo de “raza superior” le resonaba continuamente. Los pocos años pasados en la casa-cuna alemana y criado como futuro “dueño del mundo, en tanto raza superior”, habían dejado una marca indeleble. Su lengua materna por siempre fue el alemán, “la lengua de Goethe, de Kant, de van Beethoven”, repetía sin siquiera saber quiénes eran los personajes evocados.
Indeleble era esa marca, pero igualmente problemática, porque le trajo una serie de interminables choques con sus rodeantes. Y no sólo con noruegos, sino también con otros hijos producto de ese loco experimento nazi, con otros supuestamente “futuros super-hombres”. Sin dudas, Hans era un sujeto problemático, difícil. Esa tremenda confusión de identidades era el envoltorio de un “loco de remate”, como lo definían sus cuidadores.
Aborrecido por propios y extraños, humillado en su simiente, tipo huraño y siempre al borde del estallido –se vivía peleando con todos, y dado su descomunal y robusto físico siempre castigaba duro a sus oponentes– a la edad de trece años fue trasladado al hospital psiquiátrico de Lier, en la provincia de Buskerud.
El traslado no significó ningún cambio especial en su vida. No, al menos, en el trato cotidiano. Las desatenciones, la frialdad, incluso cierta cuota de violencia física eran iguales tanto en el hospicio de huérfanos como en el hospital psiquiátrico. La diferencia fundamental –no poca cosa, por cierto– es que en el manicomio recibía periódicamente electroshocks. Por supuesto, no tenían ninguna función terapéutica. Eran, en todo caso, meros castigos, reprimendas cuando sus cuidadores, no muy distintos a los del orfelinato, estimaban que había cruzado la línea. Y eso, por supuesto, podía ser cualquier cosa: no querer bañarse, decir un insulto, pelearse con otro paciente, orinar adrede fuera del inodoro.
Secretamente Hans iba sintiendo día a día un odio inconmensurable contra todos. Llegó a tener un documento de identidad noruego, pero no se sentía de ese país. No tenía amigos, padres, confidentes. Sólo gente que cuidaba de él. Más aún: no cuidaban, sino que lo vigilaban, lo controlaban continuamente. Su vida había sido la de un “peligro social”, de una bacteria dañina de la que había que tomar distancia. Por todo eso, en la soledad de su cama en el pabellón de los crónicos –ahí lo habían ubicado en el loquero – por las noches, con la luz apagada, solía tararear lo que recordaba de los buenos tiempos del proyecto “Fuente de vida”: “Deutschland über alle!”*, sabiendo que esa “s” que faltaba (así lo cantaban sus cuidadores de entonces) hacía la diferencia. En el fondo, secretamente seguía sintiéndose un alemán de “raza superior”, “por arriba de todos”.
A los dieciocho años, cuando llegó a la mayoría de edad y las heridas de la guerra estaban ya bastante cicatrizadas en el país, fue dado de alta del hospital. En realidad eso, más que una medida higiénica que le devolvía la salud, era un nuevo castigo. O más aún: una condena.
Para uno de estos niños infamantes, deshonrosos –ahora adultos–, estas “vergüenzas de la peor época vivida”, estas muestras vivientes de un pasado que no debía retornar, la vida no era fácil. Odiados, siempre segregados, crecidos como parias, integrarse a una vida normal era un reto monumental. En el caso de Hans, dadas sus características tan peculiares, su agresividad siempre lista para dispararse, su odio visceral mantenido en secreto, el desafío era más grande aún. Otros productos de ese experimento habían podido recuperarse aceptablemente, sintiéndose noruegos. Huérfanos en todo caso, despertando la natural lástima a que mueve cualquier niño que se crió sin padres, pero noruegos medianamente integrados al fin. De hecho, la gran mayoría de estos niños, andando el tiempo pudo llevar una vida aceptable. Lo de Hans Stück era distinto.
Se sentía no sólo alemán sino, fundamentalmente, distinto a todos. Por lo pronto nunca abrazó ninguna religión. No podía concebir cómo era eso de alabar a un ser superior. “¿No eran ellos acaso, los del Proyecto, los superiores?”
Su formación académica era muy pobre. En el orfelinato lo habían alfabetizado en noruego, y hasta antes de ser ingresado al hospital psiquiátrico en Lier cursó parte de la escuela secundaria. Ya internado, no siguió estudiando. Por todo ello, cuando salió de alta, más que un beneficio eso fue su perdición.
Despreciado, olvidado, con casi ninguna habilidad para ganarse la vida, sin redes familiares o de amigos como apoyo, con un muy pobre idioma noruego y un alemán prácticamente olvidado, Hans se encontró bastante, por no decir muy perdido. Lo único que lo mantenía era su secreta convicción –enfermiza, casi delirante– de ser “mejor” que los otros. Aunque eso no le daba para comer. Alimentaba su espíritu (¿su loca soledad?, ¿su alucinante mundo fantasioso?), con lo que se daba aliento. De todos modos, la cruda realidad se imponía. Y las necesidades perentorias mandan.
De ese modo, con esa triste y negra historia a sus espaldas, comenzó a trabajar como basurero en la ciudad de Fredrikstad.
Fue contratado por una actitud de solidaridad humana, casi de compasión, del funcionario municipal que se apiadó de su situación. “Para ser basurero no se necesita gran cosa, así que mejor un basurero que un ladrón en las calles” fue el razonamiento del buen hombre. Sin dudas, no se equivocaba. No le esperaba precisamente un futuro venturoso a Hans con todo su historial. Si a eso se le suma la locura delirante heredada de sus años de Proyecto “Fuente de vida” –cosa que mantenía en el más profundo secreto–, su realidad era francamente desesperante, patética.
Los años pasaron. Vinieron las primeras canas, y el Estado benefactor lo ayudó a sobrevivir bastante dignamente. A la edad de 43 años decidió trasladarse a Oslo, la capital del país. Cuando se lo preguntaron, no pudo explicar por qué. En general Hans nunca se preguntaba nada, el porqué de las cosas. Sólo rumiaba en silencio su desprecio por esos “decadentes inferiores” con que se movía a diario y se limitaba a cumplir mecánicamente con sus necesidades primarias. Entre ellas estaba trabajar; de eso comía.
La realidad le había ido demostrando, a base de duros golpes en muy buena medida, que para ganarse el sustento diario había que esforzarse. Comparando, era preferible el orfelinato. O el psiquiátrico incluso, quitando los electroshocks. Ahí no había que hacer mayor esfuerzo: estaba atendido, siempre había comida a su disposición y no tenía que lavar baños –cosa que lo molestaba sobremanera, y de hecho lavaba el baño de su casa muy ocasionalmente, cada dos o tres meses–. Su sobrevivencia, tanto en Fredrikstad como en Oslo, había sido de lo más modesta. Ni siquiera se le ocurría que podía pensar en lujos. Con 45 años nunca había tenido sexo. Cuando sus compañeros de trabajo le proponían visitar prostitutas, rehusaba casi con vehemencia. La posibilidad de tener una pareja ni siquiera le pasaba por la cabeza.
En la capital su vida no había cambiado sustancialmente. Trabajaba ahora como personal de limpieza en el Real Ministerio de Agricultura y Alimentos. Era un ciudadano noruego, pero en modo alguno se sentía súbdito de la Casa Real que gobernaba el país. “¿Quién dijo que esos reyesuchos son superiores, si no son alemanes?”, razonaba con odio. Con el paso del tiempo cada vez fue tornándose más reservado.
Nunca supo cómo fue que lo descubrieron –seguramente por ser empleado público había un historial con todos sus datos–, pero lo cierto es que una vez recibió la visita que le cambiaría la vida. Era un abogado con dos varones de aproximadamente su misma edad que un día de tantos llamaron a su puerta. La conversación fue franca, directa.
“Usted, igual que nosotros dos, sufrimos lo mismo. Usted, Hans, es hijo de un monstruoso experimento. Nosotros no tenemos la culpa de eso. Todos estos años hemos sufrido lo indecible por nuestro origen, y ya es hora de decir basta. Vamos a presentar una demanda al Estado, para que nos dé un resarcimiento”, espetó uno de los visitantes, un rubio tan rubio como nuestro personaje, con cara igualmente glacial e inexpresiva.
“¿Nos dé qué?”, preguntó estupefacto Hans. No entendía de qué le estaban hablando. La sola mención del “monstruoso experimento” lo sacó de quicio. Pensó en golpearlos, en mandarlos que se retiraran de inmediato, pero el haber tomado la palabra el abogado lo sosegó un poco.
“Vea, mi amigo Hans…”
“¡Yo no soy su amigo! ¡¡Ni siquiera lo conozco!!” se apresuró a gritar Hans.
“Es cierto, es cierto… No somos amigos… todavía. Pero lo que le vienen a proponer estos compañeros, y yo también, nos va a hacer amigos. ¡Todo esto es por nuestro bien!”
Hans dudaba. No entendía de qué se trataba la propuesta. Pedir una indemnización al gobierno no entraba en su esfera de razonamiento. ¿Cómo era eso posible? ¿Por qué iba a demandar al gobierno?
“La historia fue muy dura con nosotros. Nosotros no tenemos culpa de todo esto que nos pasó, de ese desprecio del que fuimos víctimas durante nuestra vida”, trataban de explicarle. “Por eso alguien tiene que hacerse cargo de este sufrimiento que se nos ocasionó”.
Al escuchar la cifra por la que se demandaría –el equivalente a 30.000 euros– lo hizo detenerse un momento. Hans jamás había sido un apegado a las cosas materiales. Por el contrario, dado que había vivido siempre en la escasez, lo suyo era sobrevivir como se pudiera sin pedir más nada que lo estrictamente necesario. La pretendida “raza superior” no pasaba de ser una loca idea que le acompañaba a diario, pero sin efectos prácticos reales. De todos modos, la posibilidad de contar con una cifra de dinero que se le representaba una fortuna inconmensurable, no le desagradó. ¿Eso tendría algo que ver con la “raza superior”?
“¿Y qué tendría que hacer yo?”, preguntó desconfiado.
“Pues… dar testimonio de todo lo sufrido estos años. Tenemos sus datos y sabemos algo de su historia”.
Luego de unos instantes de cavilación, reaccionó cortante, con unos ojos que centellaban:
“Raus!”*
Por varios días siguió masticando la propuesta. En realidad no pensaba tanto en la recompensa material sino en lo que podría representarle dar testimonio de su vida. Reconocer que lo habían dañado, que era una víctima, eso no entraba en su campo de miras. En absoluto podía sentirse así. Desde su maniático ascetismo a veces incluso sentía lástima por esos “perdidos vikingos inferiores que no le llegaban ni a los talones a los arios legítimos” cuando veía los festivales de consumo que representaba una sociedad opulenta como la noruega. Con honestidad, sin fingirlo, se compadecía de sus congéneres.
Nunca había visitado Alemania. Es más: nunca había salido de Noruega, salvo una oportunidad en que había pisado suelo sueco, atravesando por unos pocos metros la línea fronteriza. Tampoco anhelaba especialmente llegar a territorio germano: era sólo la fantasía en relación a “la raza”.
Lo había visto en televisión en más de alguna ocasión, y eso le llamó la atención. De todos modos, en su país no era fácil conseguir un arma de fuego como sí lo era en Estados Unidos, de donde venían esas noticias. Sin embargo se las ingenió para ir tejiendo una complicada trama que, al cabo de dos meses de recibir la infausta visita, le permitió tener un fusil-ametralladora automático en sus manos.
Por varios días vivió un estado de excitación único en su vida. Se sentía literalmente en la gloria. Era el éxtasis absoluto. Había pensado cada uno de los detalles. No necesitaba alcoholizarse ni tomar alguna droga para cobrar valor, tal como veía en esas “noticias cochinas, de esos estúpidos vaqueros mascachicles”. Por el contrario, él daría una lección de moral a la humanidad, para que de una vez por toda entendieran “lo que es bueno”, según su parecer.
No muy deseoso, más que nada para no morirse sin saber de qué se trataba el asunto, dos días antes de la fecha estipulada visitó una prostituta. Fue la primera vez en su vida. No le desagradó, pero tampoco le fascinó. Difícilmente lo repetiría. “Hay cosas más lindas que estas”, se dijo.
Su vida, al menos así lo sentía Hans, era una continua lucha a muerte con la muerte. “Esa hija de puta no me va a ganar” se repetía casi con obsesión. Pensaba que sería él quien decidiría cuando dejaría de vivir. Esperar a que aparezca “la huesuda” decidiendo era impensable. Y ahora había llegado el momento ideal. Iba a dejar salir su odio acumulado en forma de revancha, de reivindicación –así se lo figuraba– y luego sería él y no la muerte la que tomaría la decisión. Había pensado hasta el último detalle.
Se arrepintió cuando estando con la sexoservidora dijo que pronto “algo grande pasaría”. Para la joven fue una estupidez más sin sentido de tantas que escuchaba por día con sus clientes. Hans, no obstante, pensó que eso lo podía delatar, que estaba dejando demasiadas pistas. Eso “grande” en que estaba pensando era, nada más y nada menos, que la eliminación de no menos de veinte personas con el arma automática que había conseguido, para luego dispararse en el paladar.
Pero la “raza superior” no funcionó tan a la perfección como había supuesto que funcionaría. Por los nervios de la situación, la inexperiencia en el manejo de armas de fuego, la locura galopante que lo atenazaba, por la combinación de todo eso, por lo impracticable del plan que había urdido, el primer disparo pegó en una lámpara de alumbrado público, e inmediatamente se le trabó el fusil. A la policía no le costó mucho encontrarlo y reducirlo. Sus gritos atronadores –“¡suéltenme, mediocres!”– más que asustar provocaban algo de risa.
Ironías del destino, fue conducido nuevamente al Hospital Psiquiátrico de Lier. Sedado como estaba, casi no reconoció el lugar que, con el paso del tiempo, estaba muy cambiado. Ironías del destino también, se volvió a encontrar con la que fuera su primera enfermera, Agnes. Por aquel entonces, muchos años atrás, ella hacía sus primeras armas como enfermera psiquiátrica. Ahora estaba jubilada, pero no había perdido su vitalidad. Era por eso que nunca abandonaba del todo el hospital y siempre se las arreglaba para llegar de tanto en tanto como docente invitada con las nuevas promociones de enfermeras, e incluso de psiquiatras.
Fue ver a Hans, escuchar el motivo de su internación y recordarlo de inmediato. “Jóvenes: estos son los estragos de tanto electroshock… ¡O de tanto experimento loco que hicieron quienes se creyeron superiores!”
Tomado de su libro “Cuentos filosóficos”, de pronta aparición.
Deja una respuesta