Pedro de la Hoz
En medio de las tinieblas de la dictadura pinochetista, los jóvenes chilenos solían escuchar en casetes, copiados en grabadoras domésticas y puestos en circulación mediante canales alternativos, las canciones del cubano Silvio Rodríguez. Una de ellas, particularmente, insuflaba esperanzas: Ojalá pasó de canción de amor a tema de resistencia.
Siempre ha habido músicas compartidas entre los pueblos de
América Latina y el Caribe que conforman una identidad superior.
Acá, al filo de los 70, apenas conocíamos unos cuantos bossa nova, sobre todo los excelentes salidos de la unión de Tom Jobim y Vinicius de Moraes, y claro está, la inefable Acuarela do Brasil, de Ari Barroso, hasta que Leo Brouwer, al frente del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, ofreció aquel concierto me-morable que desbordó la capacidad de la sala Chaplin con un público ávido en descubrir para no olvidar jamás, en las voces de los trovadores cubanos, la obra de Chico Buarque, Joao Gilberto, Caetano Veloso y Gilberto Gil.
Por los días en que morían jóvenes argentinos en las Malvinas, y los Estados Unidos hacían tabula rasa del Tratado Interamericano de Asis-tencia Recíproca al alinearse con Gran Bretaña, otros jóvenes en plazas mexicanas, caraqueñas y limeñas entonaban Solo le pido a Dios, para acompañar el reclamo de León Gieco, que la gran Mercedes Sosa puso en órbita en todo el continente.
Siempre, antes, después, ahora mismo, ha habido músicas compartidas entre los pueblos de América Latina y el Caribe, que por encima de sus identidades nacionales han ido construyendo un discurso sonoro que se reconoce en un ámbito mayor.
No solo cuentan las canciones que reflejan conflictos y ansiedades vinculadas a nuestros avatares políticos y sociales, sino aquellas que dan cuerpo a las tradiciones y se en-trecruzan sedimentadas en el imaginario popular.
Mucho tienen que ver ciertas raíces comunes. A grandes rasgos, y aún a riesgo de una reducción esquemática pero pertinente en este rápido enfoque, esas raíces determinaron dos grandes vertientes: la de las músicas afrolatinocaribeñas (las Antillas, una buena parte de la cuenca del Gran Caribe y Brasil) y las que nacieron en tierras donde la presencia de las poblaciones originarias no pudo ser borrada por los conquistadores europeos (los países andinos y zonas de México, Centroamérica y del interior de Argentina), contando ambas, desde luego, con los poderosos jugos aportados por las culturas de la Península Ibérica y otras europeas.
Por supuesto que no todo cabe ni responde a ese esquema, como el caso del patrón de habanera subyacente en el tango, o de la música vallenata que logra el milagro de juntar percusiones de origen arauaco con el acordeón o del frevo brasileño donde la polka se transfigura al contacto con ritmos bantúes y escalas indoamazónicas.
Una vez más, la clave para comprender la dialéctica entre lo diverso y único del sonido de nuestras tierras la ofrece Alejo Carpentier:
Cuando nos enfrentamos con la música latinoamericana, nos encontramos con que esta no se desarrolla en función de los mismos valores y hechos culturales (que la música europea), pues obedece a fenómenos, aportaciones, impulsos, debidos a factores de crecimiento, pulsiones anímicas, injertos y trasplantes, que resultan insólitos para quien pretenda aplicar determinados métodos al análisis de un arte regido por un constante rejuego de confrontaciones entre lo propio y ajeno, lo autóctono y lo importado.
También nos dice otro eminente musicólogo cubano, el maestro Leo-nardo Acosta:
Cualquier elemento musical de cualquier latitud, si es válido, legítimo, y por tanto contiene en germen lo universal, puede ser muy bien asimilado, y a su vez será invariablemente transformado por una sensibilidad de otra latitud enraizada en lo propio.
Lo cierto es que a partir del siglo XX, en la medida que las comunicaciones entre los países latinoamericanos y caribeños —nunca olvidar a los territorios de esa subregión que se expresan en otras lenguas y forman parte inseparable de nuestra comunidad—, y crecieron los flujos migratorios y surgió la industria musical asociada a las grabaciones y la radio, se expandió el sentido de pertenencia de no pocos géneros y especies musicales desde lo meramente local hasta la alcanzar una dimensión continental.
Así se explica por qué tangos y sones, rancheras y cumbias, calipsos y reggaes, boleros y bambucos, sambas y pasillos, huaynos y plenas, sin perder sus perfiles originales se disfrutan indistintamente del Bravo a la Pata-gonia. Lo propio sucede en los predios de la música de concierto, donde escapan de sus cunas para acreditar un revelador sentido nuestroamericano los nombres de Caturla y Roldán, Re-vuelta y Chávez, Cordero y Lauro, Barrios Mangoré y Gustavo Becerra, Villa-Lobos y Camargo Guarnieri, Guas–tavino y Ginastera.
Tal como desde la medianía del siglo pasado Beny Moré fue un ídolo en Panamá, Colombia, Puerto Rico y Venezuela, y los colombianos bailaron con la Sonora Matancera, y Jorge Negrete sedujo a Sudamérica y Lucho Gatica fue reconocido en el Caribe como un bolerista mayor —ya sabemos lo que significó antes Carlos Gardel en todas nuestras tierras—, hoy día Jimmy Cliff y Mannu Char-lemagne, Rubén Blades y Juan Formell, Silvio y Pablo, Gieco y Baglietto, Susana Baca y Lila Downs, Oscar D’ León y Andy Montañez, Danny Rivera y Tania Libertad, Totó la Momposina y Carlos Vives, Chucho Valdés y Danilo Pérez, Brouwer y Gismonti, Juan Luis Guerra y Michel Camilo, por citar unos pocos nombres emblemáticos, se desmarcan de nuestras fronteras para integrar el patrimonio de los pueblos de esta parte del mundo.
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