¿Por qué Estados Unidos, antes de que Cuba se declarara socialista y antes de que se alineara con la Unión Soviética, comenzó a estructurar la sugerencia del Departamento de Estado que llamaba a imponer sanciones a la Isla para provocar “el hambre, la desesperación y el derrocamiento del gobierno” de Fidel Castro?
¿Por qué los gobiernos de Estados Unidos, luego del fin de la guerra fría han continuado percibiendo a Cuba como una amenaza y continúan aplicando y aun fortaleciendo el bloqueo genocida, si la pequeña nación con apenas 11 millones de habitantes y unas fuerzas armadas encaminadas a la defensa del país no representa peligro alguno para su seguridad nacional?
Ni siquiera el objetivo socialista de la nación cubana explica el tratamiento de país enemigo que Washington le prodiga, si nos atenemos a la relación mutuamente ventajosa que Estados Unidos mantiene con China y Viet Nam.
A lo largo de más de medio siglo los líderes de la política estadounidense han esgrimido decenas de motivos para crear y sostener la despiadada guerra económica y política que ha sacrificado a tres generaciones de cubanos, pero han ocultado la verdadera causa, la madre de todos los motivos del conflicto.
Lo que efectivamente constituyó y constituye una “amenaza” para Estados Unidos es el proyecto antimonroísta articulado por la Revolución Cubana al reivindicar el derecho soberano de los Estados a manejar su política exterior y a definir sus intereses económicos al margen de las presiones externas y, dentro de ese derecho, el de reglamentar, nacionalizar o incluso expropiar a las empresas extranjeras, si tales medidas redundan en beneficio público o se dirigen a asegurar la viabilidad de la nación.
Washington avizoró tempranamente, incluso antes del triunfo revolucionario, el peligro de que tales muestras de soberanía pudieran convertirse en un ejemplo capaz de extenderse a otros países del área y menoscabar su estatus hegemónico y neocolonialista sobre el hemisferio.
La causa de la obsesión norteamericana por derrumbar la Revolución Cubana es, y ha sido siempre, de manera invariable, una política de Estado y no una determinación manejada libremente por los gobiernos de turno, y mucho menos, determinada por la presión de la extrema derecha de origen cubano asentada en Estados Unidos, algo que quedó bien demostrado cuando cuatro meses después de la fallida invasión de Playa Girón se estructura la llamada Alianza para el Progreso (APP).
La iniciativa del establishment norteamericano de invertir 20 mil millones de dólares para apoyar a gobiernos y empresarios privados de América Latina no tenía precedentes. Era “La respuesta de Estados Unidos a Fidel Castro”, según le llamó de inmediato The New York Times, con lo cual aclaraba su motivación verdadera.
La APP fue anunciada en la Casa Blanca el 13 de marzo de 1961 y puesta en vigor en agosto de ese mismo año en Punta del Este, Uruguay, en reunión convocada por la OEA.
Al frente de la delegación cubana estaba el Comandante Ernesto Che Guevara, quien denunció que se había presentado un programa de ayuda, “con la bolsa de oro en una mano y la barrera para aislar a Cuba en la otra” y que el apoyo financiero, supuestamente dirigido al desarrollo económico, tenía como objetivo comprar, chantajear y sobornar a algunos gobiernos del subcontinente para sumarlos a la campaña anticubana y contrarrestar la lucha de nuestros pueblos por su libertad.
En los cincuenta y cuatro años transcurridos después de la mencionada reunión de Punta del Este, la historia ha cambiado tanto que ha producido recientemente una eclosión hemisférica con el nacimiento de la CELAC; tanto que Cuba ocupa la presidencia pro tempore de esa organización y La Habana será dentro de unas horas la sede de su II Cumbre. Se espera que el evento profundice más aún su vocación antimonroísta y unitaria y que, entre otras cosas, vuelva a manifestarse enérgicamente contra el bloqueo.
Se verifica así la aleccionadora paradoja de que hoy es Estados Unidos el que está quedando aislado de América Latina en tanto Cuba es protagonista de primera línea en el conjunto de países de la Patria Grande.
Sin embargo, habrá que esperar bastante para ver el día en que Washington se acostumbre de buena gana a establecer una relación de iguales con su vecindad hemisférica.
Y habrá que aguardar, aunque al parecer no mucho, por iniciativas norteamericanas que, con el debido respeto, se enfoquen a cambios sobre sus políticas agresivas contra Cuba.
La Isla está demostrando su capacidad para renovarse e integrarse plenamente a la relación con otros países y en particular con sus vecinos.
El bloqueo ya no puede ser otra cosa que contraproducente e inaceptable desde todo punto de vista, y ahora, en toda América Latina y el Caribe, no puede haber gobierno que lo apoye o lo consienta sin que sus pueblos lo tachen por cometer apostasía.
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