
Fuente: Granma. 15/12/99 pag.: 6
A fuerza de treinta años de compañía, pareciera que Juan Formell y Los Van Van siempre han estado entre nosotros. Tres generaciones de cubanos -incluso aquella que asistió sorprendida y gozosa al alumbramiento de un modo distinto de concebir el sonido para el baile- encuentran en su música un fuerte lazo parental.
Tan entrañable nos resultan que quizá no nos percatemos de que estamos ante uno de los fenómenos más relevantes de la música popular cubana en el siglo que se despide. Al menos en el plazo que les corresponde solo su impronta es igualable a la de la Nueva Trova y sus más conspicuos representantes, y a la espiral trazada por Chucho Valdés e Irakere en la irrefrenable actualización del jazz latino.
Históricamente Formell irrumpió en un momento clave, el final de unos 60 en los que se apreciaba un agotamiento de las formas músico-danzarias en el ámbito doméstico. Ciertas intenciones renovadoras que alguna vez, más allá de fervores nostálgicos habrá que revalorizar, como el pacá, el mozambique y el pilón, fueron promovidas episódicamente por mecanismos de difusión que se debatían entre el empuje de una oleada pop que nos llegó tardía y mediatizada y el aislamiento internacional de nuestra cultura musical, desgajada de lo que habían sido sus circuitos naturales a tenor con el nuevo mapa político de la década.
Formell comenzó a revolucionar la música desde uno de los islotes que mantenía una línea de contacto con los bailadores: la Orquesta Revé, una orquesta escuela, o si se le quiere llamar balón de ensayo, por la que ha pasado medio mundo. Pero necesariamente , para salir adelante con su proyecto, tenía que hacer su propia experiencia. Y esa fue Los Van Van. ¿Cuáles eran las fuentes de la renovación? Formell venía del entorno trovadoresco y había no solo trabajado con Revé en la reestructuración del changüí, sino también con Peruchín, el viejo Rubalcaba y Carlos Faxas.
Se hallaba permeado por el son y al mismo tiempo prestaba oído a la revolución beat a escala mundial. Su genio estuvo en condensar tradiciones y nuevas influencias en un sonido netamente cubano y permanentemente actualizado. Desde el punto de vista tímbrico, Formell concedió protagonismo al bajo eléctrico y a la batería dentro del formato característico de la charanga. Y cuando decidió reforzar la orquesta con una pareja de trombones, lo hizo al margen de los hallazgos de Willie Colón y Larry Harlow, a manera de contrapeso de las cuerdas. Hay que insistir en el papel de la batería y en la suerte de que el primer ocupante de esa posición por mucho tiempo haya sido un auténtico creador, Changuito Quintana.
Si el songo, primera credencial que ostentó ese nuevo modo de interpretar el son, fue mucho más que una etiqueta comercial, se debió a la unión de los talentos de Changuito y Formell. Y si Los Van Van han logrado mantenerse en la cresta de las inciertas olas de la popularidad, ha sido porque todos sus integrantes, los fundadores, los que han estado alguna vez en sus filas, los componentes actuales, han apostado por un modo de hacer y no por una moda.
De hecho, Formell con Los Van Van ha logrado lo que todo músico aspira: contar con un indiscutible sello de identidad. No hace falta tener el oído muy entrenado para advertir la presencia de la orquesta. Eso ha sucedido en Cuba con el Benny y el Conjunto Casino, con la Sonora Matancera y la Aragón, con Arcaño e Irakere. Y ha conseguido que cada obra suya o de otros compositores que han enriquecido su repertorio den testimonio de la Cuba de estos tiempos, no con la quietud displicente de un nuevo Landaluze, sino con la fidelidad de un cronista avispado.
De tal manera, a Los Van Van se les tiene en la reafirmación de lo que somos y lo que queremos ser, en el Eros y el Dionisos que llevamos por dentro, en el reflejo de nuestras exageraciones y picardías. Soy arere / soy conciencia /soy Orula, rezan los versos de Eloy Machado que Formell lanzó al mundo con su música. Ese podría ser el blasón de una orquesta que fue, es y será.
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