por Jesús Arboleya Cervera
Parece existir consenso en el criterio de que la estatización de la economía cubana, quizá una necesidad en los primeros momentos, acabó siendo excesiva y contraproducente para el buen funcionamiento del modelo económico, generando además una burocracia cuya actuación muchas veces es fuente de problemas políticos y desviaciones ideológicas del sistema.
Debido a esto, la promoción de formas no estatales de producción y servicios, como parte de la llamada “actualización” del modelo económico cubano, ha sido bien recibida en Cuba y en el extranjero, y es percibida como una saludable reforma de la economía nacional.
Es cierto que tal esquema plantea el crecimiento de un sector poblacional que ya no estará adscrito a la propiedad social administrada por el Estado, sino que funcionará mediante la venta de su trabajo personal, el establecimiento de pequeñas y medianas empresas privadas o de formas colectivas de propiedad, como es el caso de las cooperativas.
Para algunos marxistas que defienden la “pureza” del supuesto modelo socialista – digo supuesto porque no creo que exista un modelo que defina al socialismo – este proceso conduce inexorablemente al desarrollo de una burguesía que finalmente tratará de acabar con el sistema.
No deja de ser llamativo que con esta apreciación coincidan diversos sectores políticos e intelectuales norteamericanos, que defienden la idea de reconstruir la agenda de la política estadounidense con vista a lograr el “cambio de régimen”, pero asumiendo que el sector privado se convertirá en la base social de la oposición al sistema socialista.
Evidentemente, aquí se cumple el dicho de que los extremos siempre terminan tocándose. La existencia de un sector privado que conviva con la propiedad estatal no es ajena al modelo socialista cubano, mucho menos a otras experiencias socialistas en el mundo, y ni siquiera es prerrogativa del socialismo como sistema, toda vez que el capitalismo de Estado es una realidad en todo el mundo.
Las variables que pueden acercarlo o contraponerlo al régimen en cuestión son infinitivas y, que yo sepa, la pequeña burguesía, como clase, nunca ha hecho una revolución –o una contrarrevolución – por sí misma, aunque es cierto que ha participado en todas desde el feudalismo. Un obrero estatal descontento es un problema mucho mayor para el socialismo que un pequeño empresario ambicioso, porque en él radica la esencia del sistema.
Es natural que un marxista dogmático desprecie a la pequeña burguesía y la considere incapaz de sumarse al bien social, pero resulta sintomático que sectores de la burguesía piensen de la misma manera sobre elementos de su propia clase. ¿Será que están mirándose en un espejo?
¿Por qué un pequeño y mediano empresario tiene necesariamente que convertirse en enemigo de un socialismo que los integra al sistema?
Mirado desde esta perspectiva, el socialismo no es otra cosa que un régimen donde cada cual reciba según su aporte a la sociedad y, por tanto, no existen millonarios parásitos, vagos subvencionados, ni burócratas aprovechados. También donde se proteja a los más vulnerables, no solo las personas, sino la tierra, los animales, las plantas, incluso el aire que respiramos.
En esas condiciones, ni el trabajador estatal tiene que ser “contraparte” de su propia administración, ni el trabajador privado enemigo del Estado que igualmente protege sus intereses, no solo como empresario, sino en su condición de ciudadano.
La esencia de este asunto, desde mi punto de vista, es la participación y el control popular de cada uno de los eslabones que intervienen en el proceso. No quiero hablar de democracia, porque constituye un término tan prostituido que hoy día sirve para justificar cualquier cosa, pero digamos que la respuesta anda por ahí, y con todo lo difícil que sea materializarlo vale la pena intentarlo.
Fuente: Progreso Semanal
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