
Como uno de los reconocimientos más entrañables de su vida, el pintor mexicano Sergio Hernández recibió en la capital cubana el Premio Internacional René Portocarrero, de la Uneac, en virtud de una trayectoria artística que refleja creadoramente el alma de su pueblo.
La investidura tuvo lugar en el Edificio de Arte Universal del Museo Nacional de Bellas Artes, espacio en el que Hernández inauguró la exposición Los ardientes, y que contó con la presencia del ministro de Cultura, Julián González Toledo, y el presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México, Rafael Tovar de Teresa, quien resaltó el gesto de la institución cubana al acoger al pintor oaxaqueño y registrar un nuevo hito en las fecundas relaciones culturales entre ambos países.
Al entregar el premio honorífico que lleva el nombre de uno de los más sobresalientes pintores cubanos del siglo XX, Miguel Barnet, presidente de la Uneac, subrayó la autenticidad y la fuerza con que Hernández renueva la rica trayectoria pictórica de su país y expresa valores humanistas de hondo calado.
La muestra se inscribe en el programa de la 12 Bienal de La Habana, evento que se prestigia por contar con quien a los 57 años de edad es uno de los artistas mexicanos de mayor resonancia en la actualidad, de lo cual dio testimonio el embajador Juan José Bremer, al frente de la misión diplomática de su nación en Cuba.
Con estudios en la Academia de San Carlos y la Escuela Nacional de La Esmeralda, encontró su definitiva expresión al radicarse nuevamente en su natal Oaxaca, tierra de origen de los maestros Rufino Tamayo y Francisco Toledo.
Pero como ha apuntado la crítica e historiadora del arte mexicana Germaine Gómez Haro, presente también en La Habana, “Sergio ha conseguido desprenderse del folclor epidérmico de su tierra, conservar intrínsecamente los valores más profundos de su cultura y vincularlos a las tendencias artísticas contemporáneas”.
Fue precisamente Toledo quien lo condujo al descubrimiento de la obra que con el tiempo sería el detonante de la serie de 11 lienzos e igual número de grabados que ahora exhibe en Bellas Artes.
Durante una estancia en Francia en 1985, el maestro le invitó a Colmar, localidad que preserva el Retablo de Issenheim (1512-1516), de Matthias Grünewald, uno de cuyos paneles, Crucifixión desataría la imaginación de Hernández.
“Toledo me contó la historia de la pintura, me apasionó, la vi y me dio vueltas muchos años. Lo que veo en ella son temas que percibo contemporáneos, donde todo arde: la economía, los héroes humanos, todo tiene una referencia a que arde, lo que quise tocar destruyendo la imagen, deformándola en el dibujo”, confesó el artista.
Los rojos conseguidos mediante la utilización del cinabrio (sulfuro de mercurio) y el uso de texturas arenosas confieren una densidad material a estas composiciones prolijas y perturbadoras. Una sensación no muy diferente dejan los grabados.
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