Para filmar su clásico, Griffith se sirvió de un libro del agitador Thomas Dixon titulado The Clansman. Allí se encontraba buena parte de lo que el cineasta se proponía, expresar como caballero sureño con familiares bautizados a fuego y sangre en la Guerra de Secesión. Lo otro se lo inventó por el camino a partir de una idea obsesiva que no necesitó de guion alguno. El resultado fue pasmoso, pues además de transformar la para entonces enquistada narrativa cinematográfica y convertirla en lo que en buena medida hoy es, demostró que el cine podía ser una poderosa arma de seducción política e ideológica.
El cine cumplía 20 años y Chaplin empezaba a aparecer en sus sorprendentes cortos. Las historias solían ser más anecdóticas que dramáticas, de uno o dos rollos concebidos con pocos medios y menguada calidad. Entonces llega Griffith con su concepto del cine como expresión virtuosa y combina el primer plano, el fundido encadenado, los planos secuencias, el maravilloso flashback, el punto de giro, la profundización de los personajes, la música interpretada en vivo por agrupaciones que parecían estar instaladas en el cielo y que, hacia los finales del metraje, convertían La cabalgata de las valquirias, de Wagner, en un himno a la supremacía blanca.
Y, para rematar, el golpe maestro del montaje como emoción suprema que hace llorar y aplaudir a los espectadores en una combinación de delirio y rabia; aplaudir a los héroes blancos y abuchear a los aborrecibles personajes negros, como dejan constancia las crónicas de la época.
En El nacimiento de una nación se presenta a una familia sureña, propietaria de una plantación de algodón, que vive en estado idílico con sus esclavos. Llega la Guerra Civil y con ella el fin de la esclavitud. Los negros del Norte corromperán a los beatíficos negros del Sur y todos juntos sacarán a relucir el sadismo y bestialidad presentes en ese “otro” ser tan diferente al blanco. Revueltas, incendios, crímenes por parte de los exesclavos y hasta la violación de la hija menor de la familia, muchacha que, avergonzada, recurrirá al suicidio.
Todo listo para que le llegue la hora de actuar a un “imperio invisible” que, sin ley alguna, juzga y sentencia en su empeño por recuperar las glorias del pasado.
Nunca antes una película había causado tanto revuelo entre un público que no escatimó la astronómica cifra de dos dólares para ver el majestuoso espectáculo, primero en proyectarse en la Casa Blanca y ante el cual el presidente Wilson, quitándose el sombrero, declaraba a la prensa: “Es como escribir la historia con luces”.
Pero si bien El nacimiento de una nación marcó una época, no tardó el razonamiento intelectual en sacudirse los artificios de una emoción fabricada sobre los presupuestos dramáticos de una venganza blanca, luego tan manipulada en el cine.
¿Qué estaba queriendo decir el talentoso Griffith en su película?, se preguntó el razonamiento, y las significaciones de lo que contaba fueron quedando tan clara que el presidente Wilson, presionado por la polémica y la intelligentia contestaria, no le quedó más remedio que admitir, tiempo después de su primer juicio candoroso, que El nacimiento de una nación “era una película lamentable”.
Y la película comenzó a ser mutilada para tratar de restarle fuerza a la doctrina reaccionaria que la condenaba, con aquellos actores blancos pintados de negros que saqueaban y violaban y luego, en escenas muy explícitas, eran torturados y linchados por un resurgido KKK, cuyos miembros aparecen como los héroes salvadores de un humillado Sur. Ku Klux Klan que, amparándose en los postulados del filme, resurgiría en pleno siglo XX llevando a la hoguera a nuevas víctimas negras, cuyos cuerpos carbonizados pueden verse en cualquier archivo de la época.
Durante años, El nacimiento de una nación apareció entre los diez mejores filmes de todos los tiempos, al decir de Noël Burch en su magna obra El tragaluz del infinito, gracias a que la historiografía norteamericana —bastante chovinista— ha tratado de colocarla en un altar como la película que deja atrás los modos primitivos y comienza la etapa clásica del cine.
Pero de poco valen los malabares de la técnica cuando una obra artística se vira contra principios fundamentales de la humanidad, y máxime si en el intento trata de falsear la historia de un país.
Hoy no son pocos los que consideran El nacimiento de una nación como “la primera gran película propagandística de la cinematografía”, aunque su ideología la condena, al punto de que sobran historiadores y críticos que se niegan a otorgarle la categoría de obra de arte.
En cuanto a aparecer en la lista de las mejores películas de todos los tiempos, cada vez son más los que voltean el lápiz y la borran.
(Fragmento de un artículo publicado originalmente en Se dice cubano, publicación digital de la Comisión de Cultura y Medios de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba).
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