


CIENFUEGOS.— Si ahora mismo pusieran wifi en lo alto del Escambray no serían pocos los que subirían a youtube, videos de las historias de su vida en las cuatro montañas que encierran al Aguacate, que es a su vez, una montaña en sí misma con una diminuta comunidad de 67 habitantes. Y lo he sospechado escudriñando las costumbres “postmodernas” de los montañeses que viven a unos 80 kilómetros del municipio de Cumanayagua, y conversando con Irene Bonet, quien a sus 87 años, sostiene que a ella no hay quien le haga un cuento.
Lo ha dicho tajante, después de preguntarle cómo era su vida y de rememorar sus días de “cocinera, alberguera, recogedora de café, chapeadora… yo hasta manejé el hacha”. Y paralelo a esos sucesos comunes de mujer dispuesta, cuenta que hace “mucho, muuucho” que existen médicos en la zona. “No le puedo decir nombre por nombre, no me acuerdo, pero todos me han parecido gente buena, aunque yo también soy disciplinada”.
Maricel de la Rosa Carrasco, la doctora del Aguacate, ha ido hasta su casa y le da la razón, si bien aclara que, de forma general, los habitantes respetan su profesión y los 26 años que tiene. “Todavía no he visto un caso de relevancia en los tres años que llevo aquí, lo que más abunda son los hipertensos y los mantengo controlados”, asegura.
En sus jornadas abunda el sosiego, siendo su labor más preventiva que dinámica y demostrando que, si en las montañas poseen servicios de salud, no es porque se acumule un rosario de males, sino porque se intenta evitarlos, aun en Aguacate, con 67 personas habitándolo. Para si un día…
La casita más lejana está a dos horas del consultorio, tal vez media si fuera en mulo, si hubiera perdido el miedo a montarlos, o su esposo se hubiese propuesto en serio quitarle los aires de Cruces.
El de ellos fue un amor paciente, pues Oscar estudiaba en la universidad de Topes de Collante para convertirse en ingeniero agrónomo. “No hay nadie que no sepa que yo vine a trabajar, me enamoré y me quedé”, explica Maricel. Hoy ambos hablan de superarse, aunque por ello tengan que bajar del Aguacate. No obstante, su decisión no afecta a sus pacientes, pues “bajando un médico, sube el otro”, como dice uno de los jóvenes de la zona. Será para el próximo año cuando renuncien al consultorio-casa más alejado del policlínico de San Blas, el que corresponde a su área de salud.
Precisamente a esa área fue donde se incorporó Hilda Reyes Carrazana en 1982 y en la cual todavía es veterana enfermera. Allí ya no debe arriar mulos para repartir turnos médicos y, de cuatro postas médicas que conoció, hoy se enfrenta a 17 consultorios médicos, ocho de ellos enclavados en las montañas de Cumanayagua, con más de 9 000 pobladores.
Nerea Inés Valdés Delgado, directora de la institución de San Blas, alude a tantos profesionales de valor que trabajan en esta zona, que el recorrido de Granma para conocerlos tomaría días de ascenso y descenso. Aquí es cada vez más inexacto hablar de difícil acceso, pues las carreteras son perfectamente transitables; lo difícil, acaso, es el transporte.
Eso y comprender cómo un montón de canadienses, guiados por el ecoturismo, van a bañarse a las aguas “glaciales” del Nicho, habiendo tanto frío en su polo norte.
“Será por la belleza, aunque igual pueden quedarse contemplándola”, afirma renuente a imitarlos Milagros Bueno Texidor, una doctora recién graduada que solicitó vivir y trabajar en El Naranjo, otra intrincada comunidad de la serranía.
La joven Milagros pudiera vivir a las puertas de la bahía cienfueguera, en la barriada de Castillo de Jagua, pero escogió estar aquí, a kilómetros de distancia, rodeada de montañas que aún ni sabe cómo se llaman y de las que solo desciende una vez al mes.
Ella admite que domina procederes médicos, pero de la vida en el campo sabe poco. Solo una vez montó a caballo, aunque asegura que actuaría siempre, como en el caso del niño que reaccionó a un medicamento, que imponía rapidez y “ahí sí no pude andarme pensándolo mucho, tuve que tragarme el miedo”.
No obstante, ya le duelen menos las piernas mientras sube “la lomita” del consultorio, antes antiguo policlínico de proporciones exageradas, a juzgar por los 284 habitantes que viven en las cercanías.
Por ahora, disfruta de una calma que a ratos se le vuelve melosa, entre los pensares del novio que cumple misión en Venezuela. “Creo que estamos casi a mano, solo que yo no extraño a mi país. Y la suerte, también, ha sido esta gente, ando de casa en casa, esta semana no he tenido que cocinar y hasta se ponen bravos si no les acepto la invitación”, confiesa, apenada.
“Aquí son muy agradecidos y, la verdad, deben serlo, fíjate que en la comunidad permanece las 24 horas una ambulancia, que baja si es preciso atender urgencias en poblados vecinos, como Sopapo, por ejemplo, donde, además, hay un sillón estomatológico”.
Según las estadísticas de Cienfuegos, cada médico podría cosechar la gratitud de los 138 pacientes que les “corresponden”, pero las gracias no obedecen a tasas matemáticas; y al menos en Cumanayagua los montañeses suelen desproporcionar las retribuciones. Gente como Irene Bonet la expresan a su manera: “no hay quien me haga un cuento, y menos de las bondades de la medicina”.
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