jueves, 25 de mayo de 2017
Por Raúl Roa Kourí
Ada Kourí Barreto no era simplemente “la esposa de Raúl Roa”, aunque vivía orgullosa de serlo. Desde los 16 años militó en las filas del Ala Izquierda Estudiantil, en el Instituto de segunda enseñanza de La Habana; luchaba por la matrícula gratuita para los estudiantes pobres y medios, por una sociedad más justa, sin explotadores ni explotados. Desde muy pequeña evidenció un gran sentido de la responsabilidad y actuaba siempre en función de ser la mayor de los siete hermanitos Kourí: una suerte de gallinita rodeada de sus polluelos. De sus años de primaria guardo una nota evaluativa de su maestra, María Corominas, educadora cubana de renombre:
Ada Kourí Barreto
Ingresó en el aula de primer grado en septiembre de 1923, y cada curso aprobó con notas de Sobresaliente los grados sucesivos, hasta el séptimo y último de que consta el plan de estudios del colegio. Esta nota le valió medalla de oro todos los años.
Ada posee una gran inteligencia, es muy aplicada y siente por el estudio el placer del que asimila rápidamente los conocimientos, y del que ve en ellos la liberación económica y el camino de ansiados triunfos.
Tiene una fisonomía moral perfectamente definida y desde muy pequeña alcanzaba gran relieve su responsabilidad. Se caracteriza por la facultad de dominio propio: no acepta lo que considera injusto y lo demuestra o declara inmediatamente. Posee la rebeldía característica de la superioridad mental, de aquí que responde al poder de la convicción no al de la fuerza. Despliega un gran espíritu de dirección y de amor maternal, excelentes cualidades que practica de modo admirable con sus hermanitas, de quienes es una evidente protectora; pero con un marcado sello de confianza en sí misma.
La medicina, carrera a la cual encamina sus pasos, hará de Ada una notabilidad cubana, tanto más, cuanto que ya cuenta con las cualidades que deben ser peculiares en todo médico: amor y protección para sus semejantes y desinterés material. Ada es así: superior, modesta, desinteresada y amorosa.
(fdo) Dra. María Corominas de Hernández
En la Graduación de Ada del Colegio “María Corominas”
La insigne maestra caló bien en la personalidad de mi madre que, en efecto, fue así toda la vida. Al regreso del exilio (1936), en avanzado estado de gestación, no había podido terminar el bachillerato ni comenzar la carrera de medicina pues, como he dicho antes, los centros de segunda enseñanza y de la superior permanecían cerrados. Cuando pudo matricularse, ya había nacido yo y el Viejo se había “colado” sin mayores problemas en la ínsula, poco después, a pesar de que no habían amnistiado aún ni a él ni a sus compañeros, presos o en el extranjero.
Supe que mis padres habían deseado tener más hijos, pero las condiciones no fueron propicias. En primer lugar, vivíamos agregados en la casa de los abuelos Kourí, ya que el sueldo de profesor universitario de mi padre (años después de nacido yo) no era suficiente para otra cosa y mamá estaba absorta en sus estudios. Según me confesó andando los años, había optado por interrumpir dos embarazos y cuando, finalmente, se hizo médica, yo tenía ya siete años y le fue muy cuesta arriba parir otra vez.
De esa manera, resulté hijo único, pero no tanto, porque me crié con los hermanos de mamá, todos menores que ella, y la más pequeña, Sara Nehjie, un mes menor que yo. Fui un hermano más y, de hecho, nunca llamé tíos a los hermanos de Ada, sino a sus tíos, los hermanos y hermanas de los abuelos Juan y Josefina. Por ello, soy el único de mis primos –que nacieron algo después de mí— que traté a los tíos como si fueran hermanos mayores.
El Viejo acostumbraba a consultar con mamá no solo las decisiones importantes, sino sus artículos y conferencias, que ella leía antes de ser publicados o impartidas. Tenía buen tino y ejercía la crítica con mesura, pero no callaba sus opiniones. Mi padre siempre tuvo gran confianza en su juicio e, incluso, en más de una ocasión aceptó hacer lo que ella sugería, como en el caso de la dirección de cultura del ministerio de educación, que le ofreció su viejo amigo y compañero, Aureliano Sánchez Arango[1], (“para hacer lo que siempre has proclamado, ahora que tienes la oportunidad”, le señaló mamá), a pesar de no concordar con el presidente Prío, de quien no se fiaba y a quien consideraba un pillastre.[2]
Ada estuvo a su lado “en las buenas y en las malas”: durante la batalla por el adecentamiento de la universidad, en la lucha contra el bonche, en su empeño por lograr la unidad de las fuerzas revolucionarias (desde ORCA[3] y después desde IR[4]), en su posición de francotirador, de crítico incorruptible e insobornable durante los gobiernos neocoloniales y la última dictadura de Batista, donde no solo participó con él en diversas acciones conspirativas, sino que intervino directamente en otras, sin decirle nada, a veces con su hermana Beba (Marta) y otras con Arnol Rodríguez, Carlos Lechuga y otros miembros del 26 de Julio.
Desde el inicio, se integró a la Federación de Mujeres, las Milicias, los CDR. Nunca le interesó militar en el Partido y no quiso ser “procesada” en su centro de trabajo. Tampoco rellenó planillas describiendo sus “méritos”: alegaba que no había hecho revolución para recibir medallas ni escalar posiciones.
En 1960, acompañando a mi padre a una visita oficial a Venezuela, invitado por su colega, el canciller Ignacio Luis Arcaya, durante una cena que les brindó el presidente Rómulo Betancourt en el palacio de Miraflores, cuando conversaban sobre la situación en el vecino país sureño, Ada le espetó al líder adeco[5]: “Rómulo, si sigues como vas, te veremos persiguiendo, apaleando y asesinando a los estudiantes; y a ti, Carlos Andrés (Pérez), ¡ejecutando sus órdenes!
Betancourt se quedó lelo: “Ada, como dices eso –tartamudeó–, tú me conoces bien, conoces a Carlos Andrés, nosotros no somos de esa calaña”. La historia evidenció que sí lo eran, y peor aún, pues entregaron el petróleo y el país a los monopolios yanquis.
En el Hospital Nacional, donde comenzó a laborar desde su creación, en 1960, tuvo una gran bronca con su director, a quien acusó de tolerar malas prácticas, y salió de allí. En una reunión con el presidente Osvaldo Dorticós, le recordó que, en el régimen capitalista, había sido defendida por el Colegio Médico Nacional ante el abuso de los batistianos, que quisieron expulsarla de “Maternidad Obrera” y no pudieron, pero ahora no existía el Colegio ni medio alguno para defenderse de la administración o de jefes poco escrupulosos.
Exigió que se hiciera un careo con el director del hospital, pero se buscó otra solución, que Ada no tuvo más remedio que aceptar. Dorticós le dijo que como era cardióloga y se iba a crear el Instituto de Cardiología, era mejor que pasara a este, donde sería de los fundadores.
Nunca aceptó que fuera justa esa “solución”, aunque se incorporó al Instituto, y criticó los métodos paternalistas imperantes; la falta de claridad en estos.
Un día le informaron que le habían otorgado el título de Doctor en Ciencias Médicas de primer grado; cuando supo que el más importante era el de “segundo grado”, se rió y ni fue a recogerlo. Quisiera saber quién, en aquellos tiempos, tenía mejor expediente,formación y experiencia como cardióloga que Ada Kourí. Recuerdo que mi colega mexicano, Mario Moya Palencia, designado embajador en Cuba, viejo cardiópata, preguntó temeroso a su médico en el D. F. cómo haría en La Habana sin su asistencia, y éste repuso: “No te preocupes; allá está la doctora Ada Kourí, una de las mejores cardiólogas de América Latina”. (Aunque en una entrega de medallas por el aniversario de la creación del Instituto nadie la recordó; como pocos recuerdan hoy a Enrique Cabrera!)
Ada nunca tuvo pelos en la lengua. Guardo algunos cuadernos donde se refiere críticamente a la medicina cubana de estos años, a algunos colegas ciertamente oportunistas y aprovechados. El sistema de salud pública, por otra parte, también ha sufrido los errores y fallas de nuestro sistema de dirección y administración. Sería interesante publicar sus notas algún día, sin otro ánimo que el de aprender de los errores. Ella no tuvo tiempo ni oportunidad de discutirlos personalmente con Fidel, como quería.
Decidió jubilarse a los 75 años, porque carecía de gasolina para ir en auto al Instituto y no podía llegar en su bicicleta, en la que iba semanalmente a casa de Beba, en La Puntilla, más cerca de la nuestra que su centro de trabajo. Jamás dejó de estudiar: todas las noches leía libros de su especialidad y procuraba estar al tanto de las novedades, a través de las revistas médicas, que le enviaban su hermano Julio desde Estados Unidos y, de México, la doctora María Victoria de la Cruz.
Tras la muerte de mi padre, pasó una temporada conmigo, María y Mariela en Nueva York, durante mis años en la ONU. Allí reanudó su vieja amistad con la doctora Rosa Lenz, quien divorciada de Boris Goldenberg y luego de Franz Stettmeier, su segundo marido, estudió psiquiatría en Columbia University y pertenecía a un grupo de profesionales marxistas (no comunistas) de la “babel de hierro”.
Rosa vivía a dos cuadras de nuestra residencia; nos visitaba a menudo y mamá salía con ella al Museo de Arte Moderno o a un pequeño café vienés, que les recordaba el que existió en La Habana, cerca del Hospital Reina Mercedes, cuando ambas trabajaban en el “Calixto García”.
Años después me visitó en París, ya casado con Lili (la nieta mayor de Carlos Lechuga), donde nos acompañaba mi hija Patricia, entonces estudiante en La Sorbona. Gozaba de buena salud, lo que nos permitió regresar a lugares que conocimos en el emblemático viaje de 1951: Chartres, Reims, Versalles, los jardines del Luxemburgo, el Louvre, los impresionistas en el d’Orsay, el inefable museo Rodin y el nuevo Centro “Pompidou”, que visitamos con Sócrates Cobas, improvisado cicerone que demostró ser buen conocedor y excelente guía, cerca del abatido mercado Les Halles de París.
Cuando Ada estuvo con nosotros en Roma, en 2004, siendo yo embajador ante la Santa Sede, ya la dottoressa, como la llamamos desde aquel primer viaje a Europa, cuando se enamoró de Italia, no tenía su buena salud proverbial. Estaba afectada por una insuficiencia renal senil, que mantenía altísimos los niveles de creatinina en sangre, aparte de sufrir de una gran hernia hiatal, que le producía fuertes dolores cuando se excedía en la manducatoria. (¡Le encantaban las pastas y el risotto!)
No pudo, pues, disfrutar de los paseos por la città eterna, ni de los cortos viajes a Calcata, el maravilloso burgo medieval cercano a Roma; a Asís, Orvieto y otros lugares de Umbría, aunque sí fuimos a Deruta, a ver su afamada cerámica, a almorzar por allí cerca con amigos, a Genzano, a “La casina delle rose”, de un combatiente antifascista amigo de Cuba, a Frascati y otros castelli romani, pero no podía ya caminar a sus anchas.
Requería hacerse diálisis, mas se negó rotundamente. La experiencia de su hermana Beba, igualmente afectada de insuficiencia renal, le bastó para decidir que no se la haría. Una tarde me dijo: “ve haciéndote psicoterapia, porque no voy a vivir mucho más; pensaba morir a la edad de mamá, cerca de 96 años, pero como van las cosas no lo creo. Ya yo me hecho mi psicoterapia. Cuando regresemos a Cuba de vacaciones, me quedo. De diálisis nada”.
No pudimos convencerla. Ni los médicos italianos, un joven y excelente nefrólogo ítalo-brasileño, que le mostró a la viejitas de 90 años que se dializaban tres veces por semana en su hospital; ni su colega cardiólogo, el Dr. Crispo, ni la afable dottoressa Francesca Gurnari, neumóloga y amiga del pintor Hugo de Soto, que la atendió más de una vez por problemas respiratorios.
Falleció a los 88 años, el 11 de julio de 2005, día en que debíamos partir hacia La Habana. Su corazón dejó de latir y no siguió respondiendo las preguntas de las dos cardiólogas intensivistas que la atendían. Era cerca de las 3 a. m. cuando me llamaron a su habitación, donde aguardaba, para comunicármelo.
Según su voluntad, fue cremada, pero no esparcí sus cenizas al viento como pidió, sino en los canteros del jardín que cultivó en nuestra casa habanera. Así, está con nosotros, entre las plantas y flores que sembró y amó. Poco antes de dejarnos, accedió a ser entrevistada por la culta y fina María Grant, para Opus Habana. Es un botón de muestra de quien fuera amorosa y dedicada compañera, amiga, crítica y mujer de Raúl Roa. Mi madre.
Mañana, 26 de mayo, cumple cien años de edad. Papá llegó a los 110 el pasado 18 de abril. Seguramente conversarán con Pepe Tallet y Judith Martínez Villena, por supuesto con Rubén y Pablo de la Torriente, en torno a una aromosa tacita de café. Tal vez, el espectro sonriente de Porfirio Barba-Jacob(con su diente de algodón blanco que de noche se tornaba negro)les recite, regocijado, Acuarimántima.
* En parte, el texto proviene de mi libro (digital) «Roa que roe».
[1] Revolucionario marxista en los años 30 abandonó el país tras la Revolución, tornándose “social demócrata”.
[2] “Un caco que nunca rebasó la categoría de caca”, le dijo a Ambrosio Fornet en conocida entrevista.
[3] Organización Revolucionaria Cubana Antiimperialista, fundada en Nueva York en 1935.
[4] Izquierda Revolucionaria, creada en La Habana por Ramiro Valdés Daussá, José A. Portuondo y otros (1936).
[5] De Acción Democrática, partido de Betancourt.
Fuente: http://segundacita.blogspot.fr/2017/05/mi-madre.html
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