
El periodismo es hoy más necesario que nunca. Y como nunca antes están amenazadas las bases de la profesión.
El problema, contrario a las justificaciones que se escuchan, no es que Internet haya arrebatado el monopolio que tuvieron por mucho tiempo los periódicos, estaciones de radio y televisoras.
Las redes sociales que enlazan a miles de millones de personas de todos los continentes; los teléfonos inteligentes que permiten grabar y compartir fotos y videos; los blogs que ponen opiniones e ideas personales a solo un click de distancia, todos resultan oportunidades para el periodismo y no amenazas.
Si se asume el nuevo escenario sin prepotencias y con capacidad de adaptación, nuestro futuro está asegurado. Siempre será necesario un profesional para buscar, interpretar y poner a disposición del público la avalancha de información de la vida moderna. Es lo que hemos venido haciendo los últimos siglos, desde Gutenberg hasta hoy.
La cuestión no es entonces que la tecnología esté matando el periodismo, lo que se desmorona en casi todos lados son dos pilares del contrato social que da vida al periodismo: la honestidad de quien reporta y la confianza de quien lee, ve o escucha.
Con honestidad no nos referimos al vilipendiado concepto de verdad, tan relativo y permeado por intereses económicos y políticos. Nos referimos a la idea básica de actuar de buena fe, de cumplir un encargo social, sin intención de manipular u ocultar información que los ciudadanos necesitan para tomar las decisiones de su día a día.
Tan engañados, ofendidos y traicionados se sienten millones de personas en distintas partes del globo, tanto por los medios como por los políticos tradicionales, que la irracionalidad, el extremismo y el populismo ganan terreno por doquier.
Cómo explicar si no el resultado del referendo en Reino Unido sobre la salida de la Unión Europea, el No de los colombianos en el plebiscito sobre la paz o la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
En todos esos casos, los medios tradicionales fueron miopes o incapaces de alertar a las mayorías sobre las consecuencias de sus decisiones. Y en los casos que lo intentaron, fue tanto su descrédito que el impacto resultó nulo.
Cada vez queda más en evidencia que los medios de comunicación son también instrumentos para mantener el status quo, adormecer las conciencias e imponer una visión hegemónica del mundo.
En Brasil ayudaron a tumbar el gobierno electo de Dilma Rousseff y en Venezuela libran una guerra encarnizada por vender la idea de una oposición pacífica que defiende la democracia, ocultando la violencia, los métodos de Guerra No Convencional y el objetivo de destruir el proceso revolucionario que puso los ingentes recursos de la nación sudamericana en función de los más desfavorecidos.
La columna que iniciamos hoy tiene el propósito de buscar otra óptica, de enfocar el mundo desde una perspectiva distinta a la que emana de los centros de poder globales.
No resulta una tarea fácil toda vez que, para informarnos de lo que sucede a pocos cientos de kilómetros en nuestro propio continente, dependemos de medios que tienen prefijadas sus agendas y que seleccionan en cada caso la parte de la realidad que mejor conviene a sus intereses. Peor aún es la situación si intentamos hacernos una idea de lo que acontece en el Sur global, en la expoliada África, el convulso Oriente Medio o la prometedora Asia.
Pero contamos con la revolución tecnológica que pone a nuestro alcance a los protagonistas de los acontecimientos, ojo crítico para navegar en el mar de información de Internet y una visión emancipada y descolonizadora que surge del núcleo de la Revolución Cubana.
Nuestros principales activos, sin embargo, serán la confianza que nos ganemos en nuestro público y la honestidad con la que contemos ese mundo a contraplano.
Fuente: http://www.granma.cu/el-mundo-a-contraplano/2017-06-13/el-mundo-a-contraplano-13-06-2017-21-06-29
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